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5 enseñanzas de subir Iztaccíhuatl, la tercera montaña más grande de México

Los obstáculos, desafíos y retos son también una forma de aprender

Iztaccíhuatl, la mujer dormida que me despertó, escribe Lorenza Camarena tras subir la montaña

Lorenza Camarena

May 14, 2025

5 enseñanzas de subir Iztaccíhuatl, la tercera montaña más grande de México

Caminar es, para mí, un acto de presencia, un movimiento consciente que permite al cuerpo y a la mente reconectarse. Y caminar en la montaña... eso es sagrado. A diferencia de correr, que es más dinámico y agresivo, caminar requiere paciencia, constancia y presencia. Es un ritmo íntimo, meditativo, donde cada paso se vuelve un viaje hacia el interior. Hace unos días, viví una experiencia inolvidable en el Iztaccíhuatl, el icónico volcán mexicano conocido como “La mujer dormida”, y quiero compartir un poco de ese camino con ustedes.

Con sus 5 mil 215 metros sobre el nivel del mar, el Iztaccíhuatl es la tercera montaña más alta de México y una de las más desafiantes para el senderismo de alta montaña. Un grupo de amigos y yo decidimos asumir el reto. Durante un mes entrené a diario, preparándome física y mentalmente con una meta clara: llegar a la cumbre de esa imponente figura femenina.

La caminata comenzó a la 1:15 a.m. desde una zona llamada “La Joya”, con la intención de ver el amanecer desde un punto estratégico. Íbamos en fila, como manada, guiados por linternas en la oscuridad brillante de la madrugada. A ese ritmo lento y constante le llamaban “pasito cumbre”. Lento, pero seguro.

Nos advirtieron: solo el 40% logra llegar. Así, paso a paso, comenzó la travesía. Como bien lo indica su apodo, el cuerpo del volcán se asemeja al de una mujer dormida, con varias subidas y bajadas que simulan sus curvas. La parte más empinada es la subida hacia las rodillas. Alrededor de las 5:30 de la mañana, comenzamos a escalar con manos y pies. A un lado, barrancos oscuros; al otro, el amanecer asomándose. Era como si, con un simple giro de mirada, pudiera elegir entre el abismo o la luz.

Ese contraste entre luz y sombra, adrenalina y serenidad fue un momento de poder absoluto. Me sentí en la cima del mundo, viva, vibrante. Y la metáfora de esa experiencia me marcó: cambiar la perspectiva puede transformar el miedo en belleza.

Tres horas después, llegamos a la cumbre. Envueltos en nubes, la cima parecía un lugar suspendido entre mundos. Un vacío blanco, etéreo. Me sentí niña otra vez, como cuando soñaba con saltar entre nubes de algodón. Pero el verdadero reto no fue subir. Fue bajar…

Mi rodilla derecha comenzó a doler intensamente. Me separé del grupo y me quedé atrás con Lalo, uno de los guías. Lo que comenzó como una experiencia colectiva se transformó en un descenso íntimo.

Las primeras horas fueron duras: el dolor físico activó un diálogo interno implacable. Me juzgaba, me comparaba, sentía vergüenza de ir más lento. Sentía una frustración inmensa al pensar que me restaban 5 horas de ese dolor constante, y que no había cómo pararlo. Pero, como siempre, la montaña hizo su magia.

Con el paso del tiempo y, a la par del cambio de paisaje, mi diálogo empezó a evolucionar también. Entré en una especie de meditación en movimiento. Agradecí el silencio, la lentitud, el regalo de ir a mi propio ritmo.

Foto: Lorenza Camarena

Me di cuenta de que nadie iba a bajar esa montaña por mí, lo único que podía hacer era seguir adelante. Y que no importaba cuánto tardara, mientras siguiera caminando. Dejé de pelear con el tiempo y comencé a avanzar paso a paso, sin prisa.

En una de las partes más empinadas, el sendero oficial se volvía muy exigente. Yo, para cuidar mi rodilla, comencé a crear mis propios escalones entre piedras y arbustos. En un momento, el guía volteó y me dijo: “Ya vi que estás haciendo tu propio camino. Perfecto, lo que te funcione a ti.”

Y ahí, otra lección: no siempre tienes que seguir el camino trazado, puedes construir el tuyo.

Después de 12 desafiantes horas, finalmente llegué de regreso. Me sentí profundamente orgullosa. Ver el cuerpo majestuoso de la mujer dormida y saber que lo había recorrido, sin quebrarme a pesar de la adversidad, fue una experiencia transformadora.

La montaña me regaló no solo paisajes hermosos y momentos compartidos, sino también una reconexión conmigo misma y aprendizajes que sirven para la vida diaria:

  1. Cada quien sube y baja a su ritmo, y compararse solo estorba el proceso.
  2. Se puede crear y seguir un camino propio. No hay porqué seguir el camino trazado por los demás.
  3. No hay prisa, la paciencia es una forma de valentía. Avanzar lento también es avanzar.
  4. La vida se camina un paso a la vez. Lo único que existe es en el presente.
  5. Y sobre todo: no hay cima más alta que sentirte orgullosa de ti.

Gracias, Iztaccíhuatl, por ser espejo, guía y maestra.

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