El metro de la CDMX eleva su costo (físico y emocional)

Un sabotaje a la calidad de vida de los capitalinos, agudizado por la intimidante presencia de la Guardia Nacional, bajo un servicio cada vez más ineficiente. Ya no se diga si eres mujer.

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Foto: Nashinka Pérez

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Es una batalla de nunca acabar. Sí, esa que millones de personas tratamos de ganar diariamente en el Metro, el transporte público subterráneo de la Ciudad de México. El costo monetario no ha cambiado, pero el costo emocional y físico -históricamente alto-, se disparó al cielo durante las últimas semanas. Ahora hay que salir aun más temprano. El tiempo en algunos de los trayectos se ha duplicado, por decir lo menos. Yo hacía una hora en mi trayecto al trabajo; hoy la misma ruta me toma hasta dos y media.

No importa si madrugo a las 4.30, 5 o 6 de la mañana. Menos importa si me desvelo hasta pasada la medianoche, intentando dejar resueltos la mayor cantidad de pendientes para que éstos no me quiten tiempo al día siguiente. Con el Metro nunca se sabe, nunca se tienen garantías. ¿Será que la ciudad ya nos queda muy chica; será que no aprendimos nada con la pandemia; será que de plano las autoridades son más incompetentes de lo que imaginábamos? ¿Será que hay sabotaje contra la puntualidad y la calidad de vida de quienes nos movemos en él?

Como todo medio de transporte, el Metro ha sido escenario y protagonista de desgracias urbanas. Sin embargo, en los últimos años, se ha venido abajo todo, incluyendo sus vagones. La peor: el desplome de la línea 12 en 2021, que dejó 26 muertos. Otro par: el choque en la estación Oceanía en el 2015, o el de Pantitlán en 2020. Este 2023, el metro ha pasado a ser protagonista, pero de todos los medios nacionales y algunos internacionales como la BBC, El País o Los Ángeles Times. Hace tan solo unas semanas no había día en que no hubiera un incendio, se fuera la luz o hubiera un choque en alguna de las líneas.

El subterráneo naranja que transporta a 4.6 millones de personas diariamente, se abarrota desde antes de que salga el sol. Los policías gritan para intentar contener a la masa de personas que simplemente queremos llegar a tiempo a nuestros destinos, a nuestros trabajos, a nuestras escuelas.

—¡No puede ser! ¡Mandén trenes vacíos! ¡Hagan su trabajo! –Se escucha rabiar a hombres y mujeres, entre chiflidos y mentadas. —La marcha de los trenes es lenta, no podemos hacer nada. No es nuestra culpa, no es culpa de nadie –responde el personal mientras toman su café.

¿No es culpa de nadie? Al escuchar esto, los pasajeros nos tragamos la ira y comenzamos a enviar mensajes con evidencia desde nuestro teléfono, a quienes nos esperan. Con la dificultad que ello implica. Sí, escribir. Porque ni siquiera hay espacio para que te puedas mover. —Les voy a mandar video porque ya no me creen —dice una señora, mientras un policía intenta ayudar a las personas que se esfuerzan por salir del vagón, y grita: “¡Dejen pasar!”. “¡No hay para donde hacerse!”, responde la multitud.

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La verdad es que las cosas han ido de mal en peor. Después de los constantes accidentes e incidentes, entre ellos el choque en la línea 3 del pasado 19 de enero, y que dejó como saldo a una estudiante fallecida, un día despertamos con la noticia de que la Guardía Nacional iba a ayudar a vigilar el Metro. ¿Vigilar o intimidar? Su sola presencia hace que el ambiente sea aún más tenso. "No es militarización, están para cuidarlos", dicen el Presidente López Obrador y la jefa de gobierno, Claudia Sheinbaum. ¿Para cuidar a quiénes o de quiénes? Vigilan, observan, se pasean a lo largo de los andenes cuando pueden, porque eso sí, en las horas pico, en las estaciones de mayor afluencia, desaparecen o se van a un rincón intentando no estorbar. Y desde ahí, no mueven un solo dedo. ¿Para qué están entonces? Para intimidar, no para ayudar.

¿De verdad eso servirá de algo? No lo sé, pero de lo que sí tengo completa certeza es que no hay día en que el servicio sufra retrasos o que los andenes huelan a plástico quemado. No hay día en que no ruegue porque esta vez no tenga que esperar media hora o más para poder abordar un vagón, porque nadie me eche bronca o porque no me toque ninguna tragedia.

La batalla es más dura si eres mujer. Ganarla es imposible, lo que una trata es salir más o menos bien librada. De acuerdo con el informe del Primer Foro Internacional de Transporte, Género y Cuidado del Metro de la Ciudad de México, las mujeres realizamos más transbordes por las múltiples actividades que realizamos. Somos las que más “carga” trasladamos (bolsas, bultos, carreolas), y somos las que más violencia sexual vivimos en el transporte.

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Como mujeres usuarias de este transporte debemos desarrollar mayor fortaleza física y mental para poder aguantar los empujones y jaloneos de los cuales eres víctima al querer abordar un vagón. No imagino cómo las más aventadas toman la decisión de subirse a los vagones mixtos, soportando además de olores extraños, acercamientos y tocamientos indeseados y traumáticos.

Y en el fondo, no importa lo fuerte o valiente que una sea, nada te prepara para que diariamente tengas que resistir 20, 30 minutos o ve tú a saber cuánto tiempo, en un espacio de 30 por 30 centímetros, al borde de la asfixia, con contracturas musculares, codos en las costillas y cabellos de alguien más en la cara.

No digo que los hombres no requieran resistencia y valor, pero somos las mujeres las que además de la mochila, la bolsa, la lap y la lonchera, llevamos la cosmetiquera –porque si no te maquillas te dicen: “Ay, ¿qué tienes? ¿Qué te pasó? ¿Estás enferma?"; El cambio de zapatos –porque aguantar los tacones es un viacrucis impensable, pero si no llevas te dicen: “Es que no te ves profesional”; y no puede faltar la botella de agua retornable de 2 litros —“Es que la salud y el medio ambiente”, “Es que es la cantidad que debes de tomar diariamente para bajar de peso".

Además de la espera interminable, los empujones mortales y el dolor físico de los viajes, preocúpate también que tus cosas no se queden en el camino. Aférrate a ellas para que el trajín de las personas que bajan, suben y se comprimen, estación tras estación, no las tire o se las lleve, sin querer o con intención. Y deja tú, nosotras. ¡Las criaturas! Todas las niñas y niños, que son de menor estatura y no alcanzan a pelear el oxígeno; van más aplastados que nadie, y si a veces nosotras sentimos que morimos en el intento de viajar en el Metro, ¡imagínate ellos!

Así comenzamos nuestros días millones de personas. Agotadas y estresadas al límite. Es una realidad y una muy cruda. El hecho de que no exista una movilidad digna en la Ciudad de México, en donde las horas pico parecen no tener final y a nadie interesan las consecuencias de ello ni hacer algo al respecto.

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Veo a diario miles de rostros de preocupación, dolor, desesperación, angustia, viendo el reloj a cada instante; mujeres y hombres empujando, gritando y en el peor de los casos, perdiendo los estribos, insultando y agrediendo deliberadamente a la multitud, luchando por no llegar tarde para que no les descuenten, los regresen o de plano los despidan.

¿El regreso? Cinco pesos. Pero otra amarga travesía. Otra incomodidad. Llegar a casa cuando el sol ya se ha ocultado, tras una larga jornada. Los hijos, la comida, la ropa, la despensa, el quehacer y una enorme lista de pendientes -que así como la hora pico, pareciera no tener principio ni fin- nos aguarda.

¿Qué nos queda hacer? ¿Mudarnos, cambiar de trabajo, despertar aún más y más temprano, sacar un crédito para un auto, viajar en bicicleta… resignarnos? Más bien urgen mayores y mejores opciones de movilidad, mayor conciencia y mejorar la cultura sobre movilidad. Modernizar la cultura laboral y, con ello, tener opciones de horarios flexibles e híbridos en los centros de trabajo. Pero sobre todo, plantear la movilidad digna como una prioridad y un derecho de todas las personas.

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