Camino de Santiago: Una metáfora del viaje de la vida

Regina Diez Barroso escribe sobre su experiencia en el Camino de Santiago de Compostela, la ruta de peregrinación más antigua de Europa

"Depende de cada persona cuál es el camino que quiere caminar y con qué intención lo quiere hacer, cómo quiere actuar ante la vida y con las personas que están presentes"

María Regina Diez Barroso Salgado
María Regina Diez Barroso Salgado

11 de septiembre de 2025

Camino de Santiago: Una metáfora del viaje de la vida

Subirme a aquel avión rumbo a Portugal fue un salto al vacío. Sabía que no había vuelta atrás. No imaginaba, sin embargo, que mi vida cambiaría a partir de un sendero de tierra, piedra y silencio: el famoso Camino de Santiago de Compostela, la ruta de peregrinación más antigua de Europa. Decidí hacerlo sola, con la certeza de que necesitaba esa experiencia como quien necesita un espejo para reconocerse, para reflexionar sobre cuál es su camino de vida y cómo lo lleva a cabo.

El Camino de Santiago es una red de antiguas rutas que atraviesan distintos países de Europa y convergen en la catedral de Santiago de Compostela, en Galicia, España. Yo llegué a Oporto, pero inicié mi recorrido en A Guarda, siguiendo el Camino Portugués por la Costa.

Fueron cerca de 180 kilómetros, avanzando alrededor de 25 kilómetros por día, con la emoción de saber que al completar más de 100 kilómetros y con sellos que te van poniendo durante el camino, obtendría la Compostela, el certificado que reconoce al peregrino. Sin embargo, descubrí que lo más importante no era ese papel, sino la experiencia de cada paso.

El Camino lo recorren personas con diferentes intenciones: motivos espirituales o religiosos, deporte, búsqueda personal, cultura o incluso como una aventura compartida. Cada intención es válida y única, y todas ellas conviven en ese sendero común.

Cada quien hace su camino

En el Camino comprendí que la vida, al igual que la peregrinación, se hace paso a paso, a su propio ritmo y con diferentes rutas. Algunos caminan más rápido, otros se detienen más tiempo en los pueblos, unos eligen albergues sencillos, otros prefieren hospedajes distintos. Así es la vida: cada quien marca sus tiempos, decide dónde descansar, en qué momento detenerse, con quién compartir la mesa o la conversación, con qué personas seguir con quienes ya no.

Ese reflejo me enseñó a soltar comparaciones y a honrar mi propio andar. El Camino no se trata de llegar antes que nadie, sino de llegar con sentido, con aprendizaje, con la certeza de haberlo vivido a tu manera, con el propósito que deseas en tu vida. Desde el momento en que decides hacerlo, eliges cuántos kilómetros caminar al día, qué ruta tomar, qué cosas cargar en la mochila y cuáles soltar. Y como en la vida, también se vale cambiar de dirección, de elegir tu propia ruta, así como con que zapatos caminar.

Encuentros que marcan

Kilómetro tras kilómetro conocí rostros y acentos distintos. Algunos caminaron conmigo durante días, otros apenas compartieron unos minutos antes de continuar su trayecto. Aprendí que hay personas que llegan para quedarse y otras aparecen solo para cumplir un propósito breve, pero igualmente valioso, porque cada persona te deja algo, te marca de diferentes formas.

Descubrí también la importancia de la ayuda mutua. En medio del cansancio o de un día de lluvia, un gesto sencillo, un consejo, una sonrisa, un “¡Buen Camino!” se convierte en un bálsamo, en ese curita que puede cambiar todo. Más allá de nacionalidades, edades o idiomas, todos compartíamos un mismo deseo: llegar a la catedral. Esa energía común nos unía, aunque cada uno llevará sus propios motivos y su propia historia en su andar.

Resiliencia en cada paso

El Camino me enfrentó a múltiples climas: calor, frío inesperado, viento implacable y lluvia. Fue un entrenamiento para la resiliencia, para adaptarme y seguir a pesar del entorno. Comprendí que, como en la vida, no siempre se tiene control sobre lo que pasa afuera, pero sí sobre la actitud con la que se enfrenta. Aprendí que al momento de tomar ciertas decisiones, siempre se gana y se pierde algo.

También aprendí a soltar el control en lo cotidiano: los albergues eran diferentes, cada grupo en peregrinación funcionaba como un pequeño equipo improvisado, y en conjunto encontrábamos formas distintas de apoyarnos.

Cada amanecer me recordaba que avanzar, aunque fuera lentamente, era ya una victoria. Cada kilómetro era una metáfora: en la vida también hay días soleados y días grises, momentos de calma y momentos de tormenta. Y siempre, la clave es continuar, confiando en que la meta está más cerca con cada paso, así como confiar en nuestro proceso.

Además, cada etapa deja su huella. Lo vivido en un día se convierte en experiencia para el siguiente, igual que en la vida: cada aprendizaje suma inteligencia, madurez y fortaleza para lo que viene, para estar preparada para situaciones nuevas.

La mochila y los zapatos

Mientras caminaba, entendí que la mochila no solo cargaba ropa y objetos, también simbolizaba mi vida. Durante el trayecto decidí qué seguir cargando y qué dejar atrás. Así ocurre con las emociones, los recuerdos, los consejos o incluso las personas: algunas cosas pesan y es mejor soltarlas para poder avanzar más ligero y empezar cosas nuevas.

Pero también hubo cosas que elegí guardar con cariño. Recolecté pequeñas piedritas que representaban a las personas que me acompañan en mi vida. Al volver a casa, las entregué a mis seres queridos como símbolo de que, aunque no estuvieron físicamente conmigo, siempre caminaron a mi lado y han tenido un gran impacto en mi camino de vida.

Y aprendí algo más: cada peregrino camina en sus propios zapatos, con sus propias molestias. Algunos sufrían en la espalda, otros en los pies, otros cargaban ampollas dolorosas. Así es en la vida: cada quien lleva sus propios dolores, distintos, invisibles, pero igualmente reales y válidos. Y aunque no podamos caminar en los zapatos de los demás, sí podemos acompañar con empatía, con la disposición de escuchar y comprender lo que el otro está atravesando. Cada emoción, cada problema y cada sentir son únicos y subjetivos, pero todos merecen ser reconocidos y respetados.

El instante de la llegada

Nunca olvidaré mis últimos tres kilómetros. El cansancio era inmenso, la mochila pesaba más que nunca y mis pies parecían no responder. Sin embargo, mi fe y mi determinación me empujaban hacia adelante. Caminaba entre turistas que disfrutaban en terrazas, mientras yo, agotada, sonreía sola. De pronto, escuché una gaita, levanté la mirada y vi, a lo lejos, la imponente catedral de Santiago.

Las lágrimas brotaron sin permiso. Era la culminación de un viaje físico y espiritual. No solo había llegado a Santiago, había llegado a una nueva comprensión de la vida: todo esfuerzo tiene sentido, todo dolor se transforma en aprendizaje, toda meta alcanzada sabe mejor cuando se ha recorrido con entrega y autenticidad, con amor, admiración de nuestro propio recorrido. Sabemos cuánto ha costado todo para llegar a ese punto, sin regalos todo ha sido con esfuerzo y voluntad.

Una metáfora viva

El Camino de Santiago me marcó porque es, en sí mismo, un espejo de la existencia. Somos caminantes en nuestra propia ruta: a veces avanzamos ligeros, otras cargados; a veces acompañados, otras en soledad; unas veces bajo el sol, otras bajo la lluvia. Pero compartimos un mismo destino: llegar a nuestra “catedral personal”, ese lugar que nos llena de emoción, propósito y plenitud.

Depende de cada persona cuál es el camino que quiere caminar y con qué intención lo quiere hacer, cómo quiere actuar ante la vida y con las personas que están presentes.

Y al igual que en el Camino, lo verdaderamente importante no es solo la llegada, sino el trayecto: las personas que conoces, las pruebas que enfrentas, los silencios que abrazas, lo aprendido, los descansos y las certezas que descubres.

Hoy entiendo que el Camino no terminó al llegar a la catedral. El verdadero Camino comienza al regresar a casa, cuando decides cómo caminar tu vida con lo aprendido: más ligera, más consciente y con un corazón dispuesto a decir y escuchar un sincero ¡Buen Camino!

Caminar desde el respeto, humildad, honestidad y amor, con la intención de actuar de buena manera contigo y con los demás. Con la gratitud como faro, transforma cada paso en una oportunidad de sembrar bondad. Porque cuando eliges vivir agradeciendo, cada gesto, cada encuentro y cada silencio se convierten en un acto de amor.

Connect with us

Follow Dalia Empower on social media to stay updated with our latest content and events